Tristana
(La de Buñuel)
No haré el elogio de
tus pestañas, Tristana. Algo triste les ha dejado la vida.
Bella miel disimulada: tus ojos. En ellos la inocencia del buen
pecado. Orificios de pocos olores, rosa y sudor, calle y madrugada:
tu nariz. Piel manzana. Piel mango. Manzana exacta. Mango
preciso. Canoa de taberna: tu último labio. El labio
de arriba, fruta triste música distante. Elevación
de pura tierra, montaña prudente, grito para el diente:
tus pómulos.
Orejas de perro fino, lóbulos
de algodón sinuano y de mordisco, y un arete de esclava
y de creyente. Pintura tibia, oro tímido, mar en surcos
cayeron sobre tu cabeza y se derramaron hacia los hombros: el
resto es trabajo del viento. Arrebato inverso. Venganza de hilos.
Tristana, mujer del daño,
déjame beber, déjame lamer, déjame morder.
Veneno, vino y carne. Luego, la muerte, el árbol que
se inclina, la ansiosa espina cuya furia ablanda.
Julio 27 de 1993.
Esa cicatriz que se mueve
A veces el río es una
enorme serpiente que duerme. A veces, sobre su inmenso lomo,
se remueven reptiles con escalofríos, aguas iniciales que
van formando barrancas y meandros, vegetales que venían
dormidos desde que fueron arrancados al bosque salvaje de las
cabeceras y que ahora despiertan en el liquido verde de los sueños.
Sobre ese cuerpo, que en un
tiempo fue cauce seco y después triste lágrima,
navegaron largas embarcaciones de máquinas y paletas, embarcaciones
de pito melancólico y humo escaso en donde viajaban hombres
a los cuales el amor habla convertido en ladrones, y pasajeros
llenos de afanes y hambres que iban hacia esas casas enormes circundadas
de platanales y cayenas rojas, que se levantaban silenciosas en
las orillas defendidas por una tupida red de higos y guamas, y
alertadas por perros de rabo largo que le ladraban sin compasión
a todo lo que surgía de las aguas.
Cuerpo que se hunde es el
río. Vestidura resbalosa, atadura de barro prieto, hembra
de loca cintura es el rio. Como lo es la larga y curva cicatriz
que humilla, en ocasiones diversas, la geografía sin dientes
de las tierras del Sinú, cuando el río llora en
búsqueda de madre, atacado por espadas y por terribles
lluvias que derriban árboles, matan iguanas, hacen huir
a las culebras y empujan los cuerpos de los hombres y semovientes
hinchados que no alcanzaron la bendición del último
salto y que, rumbo al mar, viajan con los ojos abiertos y fijos
y las patas tiesas.
Ese cuerpo ha doblegado a
mercaderes y bañantes, diversas las fechas, multitudinarios
los cuerpos; ha jugado con la desesperación en la cueva
atroz del remolino de Majagua y ha tragado como tubo innombrable
todo lo que a su paso sale, señor y rey de la vegetación
y el valle, para luego vomitar escorias y vinagres en la llanura
baja y en las ciénagas de eneas y de peces negros, arrastrando
toda la materia putrefacta y risueña que le sirvió
a los hombres para elaborar la fragilidad de los sueños
y la dureza de las esperanzas.