Días antes había sido nombrado Juez de Instrucción
Criminal y había aceptado. No conocía el lugar
de mi destino y eso me entristecía.
Ya en la marcha, la tristeza fue más honda y más
aguda. Sólo la ambición de volver pronto me daba
fuerzas para continuar. Sabía que la ausencia no sería
eterna. Sólo era un paso más de prueba, en una
carrera que, como el Derecho, requiere para su aplicación
conocer a fondo la complicada conformación social de nuestro
pueblo.
Desde la altura divisé perfiles de pueblos desconocidos.
Cuando la civilización transporta en su mecánica
al hombre es cuando éste puede apreciar la imponencia desconcertante
de la naturaleza: valles que semejan la obra estética de
un pintor de paisajes; montañas detenidas por su vano intento
de alcanzar las estrellas.
Todo era maravilloso pero distinto. Cada minuto que la nave rasgaba
el aire me alejaba más de Colombia. La desesperación
se apoderó de mí.
Vacilé unos minutos. Y por primera vez, después
de la infancia, sentí nostalgia por la tierra y por el
ser a quien le dejé el alma. Pensé por un instante
que lo que había dejado era más fuerte que aquello
que me impulsaba a continuar la marcha. Los párpados me
ardían. La cabeza era un manicomio donde cada cual decía
en alta voz sus disparates. El ruido de la nave apuntillaba mis
oídos. No podía resistir la ausencia.
Más de una vez tuve ganas de regresar, pero algo me impulsaba
a proseguir: la nave que se hundía en el espacio sin comprender
mi angustia.
Popayán era un retazo de historia detenida: clavada allí
como una estampilla. Llegué, me dije.
Estaba terriblemente solo. En el aeropuerto tomé un taxi
y me encaminé al "pueblo de los pro-hombres de Colombia".
Le dije al conductor que me llevara a un hotel regular. No quise
manifestarle que no conocía a nadie. Uno nunca debe decir
que no conoce a donde va. Aunque el chofer y los cuatro señores
que me acompañaban en el carro tal vez descubrieron mi
desconocimiento de Popayán, yo persistía en creer
que ya lo conocía, que sólo hacía mucho tiempo
que no venía y por eso lo veía diferente. Pero yo
sé que ellos no creyeron. Popayán no ha cambiado
desde hace mucho tiempo. El chofer nos mostraba la ciudad: éste
es el hospital; aquí la Cabaña; allá la Universidad;
aquel el parque Antonio José de Caldas, etc. Y yo escuchaba
atento. A veces asentía con la cabeza, pero no decía
nada. Me punzaba más la soledad. Pero volví a
pensar en el motivo. La voluntad vence las dificultades. Eran
voces de autoaliento. Alguien tenía que ayudarme y por
falta de ese alguien acudió mi conciencia y me ayudó.
Salí por las calles, sin destino. No sin antes haberme
fijado en el lugar donde me hospedé para evitar cualquier
extravío. El pueblo no es para perderse nadie, pero en
cualquier parte se pierde uno cuando no conoce. Preguntaba por
el Liceo, por Otto Ricardo. El único a quien conocía.
Y, lo esperado. Me tropecé con él accidentalmente,
un compañero de bachillerato, un contertulio de Montecarlo.
La satisfacción no fue pequeña. Entre charla y
charla caminábamos Popayán. Visitamos la estatua
del maestro Valencia, mirando hacia el ocaso el paso de los camellos
cansados en el desierto. Es un sitio imponente.
Luego seguimos recorriendo, como dos sueños, las delgadas
callejuelas payanesas. El clima era tenue y el sol de los venados
languidecía en la lejanía. La tarde morada y triste
era un responso en la montaña. Era el primer crepúsculo
en tierra extraña. Y eran dos. Popayán es el Pueblo
de los dos crepúsculos. Su posición geográfica
refleja la sorprendente dualidad. Era verano y al continuar la
marcha nos encontramos con una estatua de Bolívar, en caballo
de campaña, trasijado, flaco, salpicado de barro Y con
la cabeza levantada como obligado por el jinete a proseguir la
marcha después del cansancio de un combate que acabara
de culminar. Es la estatua más diciente que he conocido
de Bolívar, por su expresión. Otras estatuas del
Libertador nada dicen por cuanto va montado en un bello caballo
de paseo, de los que abundan en las ferias. Lo importante es
la expresión. Caballos como ése no se ven por las
calles de los pueblos, porque no es allí donde se libran
las grandes batallas.
A Popayán se le conoce rápidamente. De cualquier
parte que uno se encuentre se mira su final. Para sus habitantes
es casi una obligación el saludo, hasta para los desconocidos.
Esto me agradó: en Popayán los viajeros nunca se
sienten solos, siempre hay un saludo para ellos.
Esa noche me acosté temprano. Cualquiera lo hace en un
lugar desconocido. El sueño no llegaba. Cuando se piensa
demasiado, el sueño no llega. Al fin los seres se esfumaron
y pude descansar hasta el amanecer.