Porque decir Guillermo Valencia Salgado es sólo un pretexto
para cédulas, pasaportes y demás documentos oficiales. En cambio decir Goyo es hablar del prototipo del hombre
de Córdoba. Así lo conocen los pescadores de Cispatá,
los vaqueros de Planeta Rica, los vendedores de pescado de Lorica.
Goyo, a través de su constante contacto con el
hombre de su tierra, es el intérprete más fecundo
y auténtico de la riqueza cultura¡ de aquella sección
de¡ país.
Este hombre multifacético,
que compone porros inolvidables, escribe versos populares, regaña
a todo el mundo en su programa radial, talla la piedra y la madera,
es además investigador incansable del patrimonio folclórico
de su tierra, y como buen colombiano en alguna época pretérita
fue Juez de la República; tiene también tiempo sufíciente
para tomar ron con los amigos y es el mejor exponente de la literatura
oral que he conocido.
Dificil tarea para el contador de
cuentos, escribirlos después. Pero Goyo ha superado
acertadamente la prueba. Este volumen, cuyo título evoca
el monte sagrado de los antiguos habitantes de Córdoba,
contiene un conjunto de relatos extraídos de la tradición
popular, con toda la riqueza de imaginación y mitología
que ello implica y que el autor, con destreza, convierte en magníficas
obras literarias.
Juan Luis Meiía A.
Cuento:
El Gritón
-¡Déjate de estar mirando
el cielo! -Le dijo su mujer.
El viento ululó entre los
guarumos mal aiustados de la pared de la choza, emitiendo largos
y penosos quejidos por las juntas y rendijas.
-¿Te has fijado en la forma
de las nubes? Parecen aves extrañas con las alas negras
- volvió a decir.
El viento, ahora, hizo crujir la
puerta falsa del cuarto y arrebató de la cuerda de colgar
la ropa sucia, la franela cuello de mondongo que se estaba oreando.
"Si me pudiera echar atrás",
pensó José María, pero dijo:
- Recógeme la franela y tráemela.
Ya es hora de llevar los puercos. Prepárame la sarapa
que comeré por el camino.
-¡Eres orgulloso, José
María!
El viento prolongó su alarido
y se arrastró por el largo callejón y alborotó
las palmas del chiquero, golpeó en la tierra polvorienta
y dando tumbos contra los vallados quebró las ramas de
los matarratones.
La mujer presintió algo, por
eso repitió:
-¡Eres orgulloso, José
María! Quieres demostrar que eres macho y sé que
tienes miedo.
-¡Claro que tengo miedo, pero
tengo que llevar los cerdos!
- Esta noche, José María,
no va a ser una noche cualquiera. Es posible que en el viaje
se te derroten algunos puercos y eso sería funesto para
tu fama.
Un hombre puede ser fregado con sus
cosas, pero si no tiene en cuenta determinados requisitos, téngalo
por seguro que fracasa. Esta noche, tal como se presenta, va
a ser noche de tigre y aunque salgas de viaje ahora mismo, pasarás
por la montañita de Jeremías a las once de la noche
y se dice que por ahí sale el Gritón.
José María miró
a su mujer con el ceño arrugado, pero nada le dijo: Apretó
los labios y con el chingo al hombro salió camino a los
chiqueros. Una ráfaga de viento frío le azotó
el rostro. Su rostro, ahora, estaba como tallado en piedra.
Una decisión de exagerada virilidad lo impulsaba a hacer
ese viaje. El debía entregar esos animales en el matadero
de la ciudad, pasara lo que tuviere que pasar.
Contó los cerdos. Eran quince
en total y de todos los tamaños. Cortó una rama
de pepo en el vallado y con ella los fue sacando del chiquero.
Allá en las calles del pueblo
el viento golpeaba las puertas, se revolcaba en los patios, desflecaba
las hojas de los plátanos y arrancaba de raíz arbustos,
que luego lanzaba con furia sobre los quicios de las casas donde
llegaban las ráfagas húmedas con olor a tierra recién
mojada. La lluvia arreció y un relámpago rompió
el cielo por los lados de San Carlos.
--Están los tizones en tierra!
- Exclamó.
Cuando escuchó el trueno,
ni se inmutó. Otro sonido le llegó más hondo:
-¡Eres orgulloso, José
María!
La lluvia le empapó el rostro,
y chorros de agua le llenaron la boca. Con los labios prietos
sorbió lo que quedaba y luego escupió con fuerza.
-¡Gritón!, ¡cuentos
de velorios! - Masculló en silencio.
Esta expresión lo reconfortó,
pero el lastre de una superstición de siglos lo inclinaba
a aceptar cosas del otro mundo.
Mientras incitaba la piara a caminar
más rápido, sus ojos rebuscaban en la sombra otras
sombras ocultas, más ágiles y tangibles, más
horrorosas y despiadadas. Pero solamente veía las hojas
de los árboles platinadas por la lluvia.
Ahora recordó lo que le contó
Clímaco.
"A mí me salió
el Gritón. Lo vi con estos ojos que se los comerá
el gusano. Antes de que me privara del susto lo pude detallar.
Es un espanto enorme con dientes afilados y babosos. Sus ojos
botan candela y hiede a azufre".
-¡José Clímaco!
¡Ni quién te crea!
José María entró
en la trocha de la montañita de Jeremías. Se persignó.
No supo por qué ejecutó este acto. Lo cierto fue
que al caer en el intrincado monte un frío raro se le metió
en los huesos y le despelucó el cuerpo. En esos momentos
el viento movía con furia los colgantes nidos de las oropéndolas
y hacía llorar un bosque de caracolíes.
De pronto oyó un guapirreo.
Fue un grito largo y penetrante, con resonancia de bajo profundo
porque le pareció que provenía de las entrañas
de la tierra. Fue un grito masticado y chirriante. Un grito
desafiante, antipático y roto en sus orillas como si unos
dientes lo hubieran mordido y después lo escupieran.
José María no sintió
miedo. Creyó que ese grito había sido lanzado por
otro campesino para darse ánimo, por eso él contestó
con otro grito. Mientras su guapirreo se multiplicaba por el
eco, se detuvo un instante, y escuchando, se dijo:
"Ahora sabré si el hombre
viene detrás de mí, o va adelante".
No se demoró la contestación
del otro hombre. Se le vino el grito encima afilado como un chuzo.
José María, con la mano combada detrás de
la oreja, detuvo el sonido un poco para analizarlo. Francamente
no fue un sonido claro, más bien un ruido metálico
que lo golpeó por todas partes, como si le llegara de todos
los recovecos de la montaña.
-¿Quién podrá
gritar así? - Exclamó, y se entretuvo sopesando
la cadencia final.
El conocía todos los guapirreos
de la región.
Los campesinos del Corozo, por ejemplo,
gritaban con un tono grave al principio, largo y afilado después;
los de La Victoria, empiezan bajoneando como un toro criollo,
cogen resuello y alzan el tono en la parte intermedia; los de
Carrizal lo sostienen largo como un quejido y lo dejan caer, como
lana de bonga, trémulo y flotante. Pero éste, este
grito no lo podía analizar.
"Con otro que le mande, con
seguridad reconoceré el grito". - Se dijo. Y a continuación,
un saludo alegre para ese desconocido caminante, posiblemente
perdido en esos andurriales. La respuesta del extraño
le llegó de súbito. Irrumpió poderosa y
desafiante. Fue tan violento que lo dejó sordo y turulato.
-¡Carajo para el hombre y su
galillo! Casi me rompe los oídos, - protestó José
María-. Si él cree que me va a ganar guapirreando
porque su grito lo tira con más intensidad, se va a fregar
conmigo. Ahora me oirá.
Lanzó un grito de monte sinuano,
de esos que llaman ba.jero por ser suaves, refrescantes y sonoros
en la parte final. Se sonrió cuando oyó el eco
de su grito montuno colgarse de las ramas y hacer maromas como
los micos.
"Cómo trina mi voz".
- Se dijo orgulloso.
De pronto recordó que había
jurado no usar más ese largo guapirreo, desde la vez aquella
que la mujer del capataz de Mundo Nuevo, al oírlo gritar,
se sintió tan excitada que, rompiéndose el vestido,
exclamó:
-¡Marido mío, hazlo callar,
o no respondo por mí!
Una sonrisa de macho mujeriego le
iluminó el rostro.
Dejó de reír, porque
los cerdos, como presintiendo algo, corrían desesperados,
chapoteando en el fango y gruñendo incesantemente. Esa
inquietud animal lo alertó. Por vez primera intuyó
que había cometido una imprudencia respondiendo a los gritos
del extraño. Se sintió incómodo, por eso
apretó el paso.
De repente sintió que la tierra
temblaba. Y reventando el ámbito de la montañita
de Jeremías, se escuchó de nuevo el horroroso grito.
"¡Es el Gritón!".
- Se dijo José María, y se creyó enloquecer.
No le importaron los cerdos. Corrió
como un poseso, pero el fango, la tierra trepidante, el aguacero,
los árboles que amenazaban aplastarlo y la noche pringada
de manchas móviles, lo apartaron de la trocha y se encontró
perdido en la montaña.
Por donde corriera lo atajaban los
beiucos, lo herían las zarzas, lo rompían los troncos.
Todo a su alrededor era confuso, misterioso, alucinante.
Una claridad de fuego fatuo se hizo
de pronto. Y esta tonalidad de azul vidrioso le dio a la montaña
un color fantasmagórico. La cabeza se le puso grande y
le zumbaron los oídos. Todos los pelos se le erizaron
y los poros se le abrieron dejando escapar un mar de sudor que
lo empapó de pies a cabeza.
José María, con los
ojos afuera de sus órbitas, no dio crédito a lo
que estaba viendo. ¡El Gritón!
Y el Gritón estaba frente
a él. Y él, al verle los ojos que chisporroteaban,
el cuerpo peludo y de color azulado, la boca enorme y chasqueante,
los dientes afilados y babosos, se llenó de pánico
que lo hizo encanecer. En ese momento no tuvo acción para
huir. Parecía clavado en la tierra y ya el Gritón
lo tenía casi encima. Pero rompiéndose los músculos,
desjarretándose por el esfuerzo dio un tremendo salto y
se encaramó en una varasanta.
Hasta ahí llegó el
monstruo, y con la furia de todos los diablos gritó tres
veces, pero la resonancia de estos tres gritos le pareció
un alarido inmenso y espeluznante que creó un vacío
alrededor del árbol. José María se sintió
sin aire. Media selva fue arrancada por un brazo invisible y
al pie de la varasanta se abrió un cráter dentoso
y profundo por donde salía un vaho pestilente y asfixiante.
El demonio mirando a José
María, rugió:
-¡Anda y agradece a lo que sabes,
o yo te hubiera enseñado a no andar de noche por la selva!
Como eco de esa voz endemoniada reventó
un relámpago, y luz y trueno a la vez dejaron un fuerte
olor a azufre. En ese mismo momento se formó un remolino
de ho.¡as, de troncos, de ramas, de bejucos, de chillidos
de murciélago. Un remolino cuyo cono se hundía
en el cráter y silbaba.
Silbaba con una frecuencia tan alta,
que José María sintió que se le derramaba
la sangre por los oídos.
La varasanta impulsada por el viento
desatado vibraba como una cuerda que gemía golpeada por
una mano misteriosa. Parecía una cosa viva dentro de ese
vórtice. Ahora se combaba hacia el cráter; ahora
se retorcía con ganas de quebrarse; ahora se alargaba y
se encogía con ansias de elevarse, y así, enloquecida,
bregaba tirar por tierra a José María que agarrado
precariamente, con brazos, pecho y alma, se sostenía en
la parte más alta.
De súbito se aplacó
el terrible estrépito.
El cráter quedó cegado
por las miles de cosas que arrastró el remolino y todo
desapareció quedando ese lugar como si nada hubiera sucedido:
liso como antes, con hojas como antes, con barro como antes.
Solamente quedaba en el ambiente, un leve olor a azufre.
José María encaramado
en la varasanta esperó a que aclarara.
Ahí cerquita estaban durmiendo
los cerdos. Una lluvia menudita, un olor a oxígeno, un
trinar de pájaros, le confirmó que el peligro, realmente,
había pasado.
El frío le atenazaba los músculos
y recordando que había empeñado su palabra, bajó
del árbol, despertó los cerdos y los fue arreando
hasta el matadero de la ciudad.
Recibió el pago por su trabajo.
Y acariciando los billetes ajados y sucios, con la simpleza de
un gesto mecánico, los guardó en sus bolsillos.
Sacudíó las abarcas
para arrancarles barro y miedo. Miró la ciudad con ojos
neutros y cogiendo el camino de su pueblo, se dijo:
"¡Eres orgulloso, José
María!".